Charles Stanley – Los últimos serán primeros
La exaltación propia sólo acarrea humillación
por Charles F. Stanley
Caer en la “trampa del estatus” es fácil. Si nos centramos en cuánto hemos logrado y adquirido en la vida, en vez de lo que Dios ha hecho por nosotros, perderemos de vista aquello que nos da valor verdadero.
¿Conoce usted a personas así? Se ven a sí mismas como superiores, y se distancian de las demás. Se niegan a realizar tareas que consideran de baja categoría y por debajo de ellas. Por desgracia, los cristianos no son inmunes a pensar de esta manera. En nuestra sociedad hay una penosa actitud que está destruyendo familias, comunidades y aun iglesias. Yo llamo a esto “estatusitis”. Es la actitud que aflora y que incluso nos controla cuando deseamos tener prominencia por encima de nuestra relación con Dios y con los demás. Si nos descuidamos, el anhelo de ser vistos como personas de clase alta puede ser una trampa mortal.
Si bien la palabra estatus no se encuentra en ninguna parte de la Biblia, la búsqueda de reconocimiento y posición social era un problema en el tiempo de Cristo, como lo es para muchas personas hoy. Tal vez la denuncia más fuerte de esta destructiva actitud se encuentra en Mateo 23, donde Jesús confronta a los líderes religiosos de su tiempo. Al referirse a los escribas y a los fariseos, dice: “Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres… aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí” (vv. 5-7).
En otras palabras, Jesús dijo que uno podía saber por sus acciones, sus palabras, sus ropas y sus demandas, que estos líderes religiosos lo hacían todo para tener reconocimiento y poder, no para honrar a Dios ni para llevar a otros a tener fe en Él. Cuando se encontraban con la gente en la calle, insistían en ser tratados como la realeza. Y cuando asistían a alguna fiesta o festival, esperaban que los sentaran a la cabecera de la mesa sin hacer preguntas. El Señor condenó sus acciones, diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque… dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (v. 23).
Estos prominentes funcionarios ya no servían al Señor, sino que iban tras sus propios intereses egoístas a causa del orgullo. Dios llama a esto pecado. Practicaban ciertos ritos para exhibir su justicia, pero nunca mostraban el espíritu de la Ley, que implica compartir con otros el amor y la bondad del Padre celestial. Lo mismo sucederá con nosotros si nos dedicamos a ir tras nuestros sueños de grandeza en vez de obedecer a Dios.
Habrá ocasiones cuando pensaremos erróneamente que de ninguna manera somos culpables de buscar reconocimiento, porque suponemos equivocadamente que sólo los muy ricos o quienes están en altas posiciones de autoridad, demuestran tal superioridad. Pero esto no es necesariamente cierto. Una persona no tiene que ser rica o poderosa para ser alguien en busca de estatus, y que se considere que vale más que las otras. De hecho, la persona más pobre puede ser culpable de esta forma de pensar, porque se trata de una creencia basada no en las cosas que se tienen, sino en un “sentido del yo” exagerado. Esta actitud se concentra en la dominación, el reconocimiento y la importancia de uno mismo, lo cual nos impide ser usados poderosamente por Dios. Por esta razón, es vital que los creyentes examinemos nuestro corazón para ver si ha sido emponzoñado por un deseo de estima pecaminoso. Tenemos, entonces, que reconocer los destructivos síntomas de la estatusitis, para que podamos liberarnos de ella y mantenernos en el centro de la voluntad de Dios.
Cuatro efectos dañinos
Primero: Debemos darnos cuenta de que la estatusitis es engañosa. Se basa en la creencia de que podemos y debemos compararnos con los demás para considerarnos mejores.
Dios le hizo a usted especial; en la tierra no hay otra persona como usted con sus mismos dones, capacidades y características. El Padre celestial no le hizo superior o inferior; le creó para que cumpliera con el propósito específico que Él tiene para su vida. Por tanto, cuando usted se mide con otros, está comparando naranjas con manzanas. Se está juzgando por un patrón que no es la voluntad de Dios para usted.
Segundo: La estatusitis es divisiva, ya que estimula las divisiones dentro de la iglesia, el hogar y la comunidad. En el momento en que una persona mira a otra con altivez se crea un gran problema en la familia de Dios. Una actitud de superioridad contradice directamente el mandamiento de Pablo en Romanos 12.3: “Digo… a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. Es decir, debemos encontrar nuestra valía en el Señor y en nuestra relación personal con Él, no en nuestro trabajo ni en la manera como nos ven los demás.
Esto se puso de manifiesto hace algunos años cuando un hombre vino a mi oficina en busca de trabajo. Durante una hora me contó su historia, hablándome de sus problemas y de lo necesitado que estaba de ayuda. Iba a perder su casa y su automóvil. No podía alimentar a su familia. Su vida iba cuesta abajo rápidamente, y no podía ver la manera de cómo salir de la situación. Llamé a una persona que yo sabía que necesitaba trabajadores con frecuencia, y le pregunté si había algo que esta persona pudiera hacer para sostener a su familia. Sí lo había. Colgué el teléfono y le di la buena noticia al hombre de que le esperaba un empleo. No era perfecto, pero lo ayudaría a ponerse de nuevo sobre sus pies.
“¿Qué tendría que hacer?” preguntó.
Le dije que tendría que trabajar con las manos, cuánto sería su sueldo. Su respuesta me sorprendió.
“No me interesa” dijo. “No quiero rebajarme a hacer esa clase de trabajo”.
Aunque su familia tenía una gran necesidad, el hombre no estuvo dispuesto a tomar el empleo, porque significaba que no podría seguir vistiendo traje y corbata. Prefería la ruina total, a hacer un trabajo que consideraba inferior. Un hombre como ése ve al mundo dividido —en ocupaciones dignas e indignas, en personas dignas e indignas— todo, por su inflado ego.
Esto nos lleva a nuestro tercer punto: la estatusitis es un estorbo que nos impide ser utilizados por Dios. No tenemos ningún derecho a decirle al Señor qué haremos o qué no haremos si Él nos pide que obedezcamos. Piense en José. Dios le había prometido grandes cosas por medio de los sueños que tuvo (Gn 37.5-10). ¿Imagina lo que hubiera sucedido si José se hubiera negado a honrar al Señor mientras estuvo en la cárcel todos esos años, porque pensaba que la tarea era indigna de él? Habría perdido lo mejor que tenía Dios para su vida: ser el segundo en el gobierno de Egipto (Gn 39-41). Tenemos que estar dispuestos a hacer todo lo que Él nos pida que hagamos, no importa lo que sea.
Por último, la estatusitis es extremadamente decepcionante. Cuando usted construye su propia valía sobre una imagen, que debe estar puliendo y protegiendo constantemente, al final sólo encontrará vacío y desencanto. Al final, todo lo que le hizo sobresalir se desvanecerá. Ya sea hermosura, inteligencia, riqueza, creatividad o cualquier otra cosa en la que haya basado su valía, todo ello desaparecerá. ¿Qué le queda, entonces? Nada. A eso se reduce el estatus: a un puñado de aire, a algo que en realidad ya no existe. Usted no posee nada real, y, al final, todo se convierte en una gran desilusión. Pero la peor parte es que usted pasa tanto tiempo tratando de superar a los demás, que nunca experimenta la alegría que surge de estar unido con el cuerpo de Cristo al cumplir con el propósito de Dios. Usted pierde por completo el camino que puede darle verdadero significado y satisfacción a su vida, porque no ha andado en el centro de su voluntad.
Jesús nos enseña cómo evitar contraer estatusitis, para que tengamos plenitud de vida. En Mateo 23.11, 12, el Señor dice: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. El remedio para esta enfermedad implica tener una actitud correcta, y pedirle a Dios que le muestre cómo debe actuar.
Debemos empezar viéndonos a nosotros mismos y a quienes nos rodean, desde el punto de vista de Dios. Todos somos pecadores que hemos sido salvados por su gracia en la cruz. Nadie merece el camino al cielo, y nadie es mejor que otro. Dios nos ama a todos por igual.
Debemos también, humillarnos delante del Señor. Santiago 4.10 enseña: “Humillaos delante del Señor, y él os exaltará”. Esto significa pedirle a Dios que escudriñe su corazón, que le muestre sus áreas de pecado y orgullo, y luego aceptar que no ha estado a la altura de sus normas. También significa obedecerle, ya sea que entienda o no su voluntad, porque al hacerlo usted reconoce que la dirección de Dios es siempre mejor. Usted tiene la confianza de que, aunque Él le mande a hacer lo que es insignificante a los ojos del mundo, el Señor está trabajando en usted para producir un fruto invalorable desde la perspectiva de la eternidad.
Quiero desafiarle hoy. Si usted muestra las señales engañosas, divisivas, estorbosas y decepcionantes de darle demasiada importancia a su nivel social, humíllese delante de Dios. Esté dispuesto a amar cuando Él le llame a amar, y a servir donde Él le mande a servir. Porque ésa es la única manera de experimentar realmente la satisfacción, la valía y el gozo que anhela su corazón.