Una antorcha en Betábara – Osmany Cruz Ferrer

Una antorcha en Betábara

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“Él era antorcha que ardía y alumbraba”

(Juan 5:35a)

No vestía a la moda necesariamente, más bien su atuendo era simple y tosco. Cubierto con una piel de camello y un cinto de cuero alrededor de su cintura, contrastaba con la opulencia romana en boga. No frecuentaba los mercados para su mantenimiento, era poco lo que necesitaba para su sostén, apenas algo de miel silvestre e insectos del desierto. No era un excéntrico que buscaba las miradas curiosas de los caminantes, pero si usted hubiera vivido en la primera mitad del siglo primero podría encontrarlo en Betábara, a orillas del río Jordán, predicando un mensaje de justicia y esperanza. Hijo de un anciano sacerdote y su mujer estéril, se rumoraba hasta por los más escépticos que era un milagro de Dios. Su nombre era Juan, pero Jesús le llamó, el Elías que había de venir, y dijo de él, que era como una antorcha encendida en su generación. Su ministerio a las multitudes preocupó a los gobernantes y provocó el enojo de los pecadores. Jesús dijo que Juan era el profeta más grande que había existido, sin embargo él mismo se consideraba inmerecedor de desatar la correa de las sandalias del Cristo.

El apego de Juan a lo ético, lo justo y lo santo le costó la vida. Herodías le odiaba por denunciar su pecado de adulterio y se aprovechó de un momento vulnerable de Herodes para conseguir la decapitación del profeta. Sin embargo, su muerte no apagó su historia. La llama que encendió con su ejemplo y obediencia a Dios sigue encendida y arde vigorosa esperando contagiar a otros por su testimonio incólume. Allí, en Betábara, hubo un hombre llamado Juan que anunció a Jesús y vivió a la altura ética y moral más elevada. Ese es el legado de Juan para nosotros, su fe, su amor a Dios, su desprendimiento de lo banal y superfluo, su humildad y su compromiso con la verdad.

Todos nosotros tenemos nuestra Betábara donde ser antorchas encendidas.  No necesitamos el lujoso púlpito de una mega iglesia para irradiar la gloria de Dios, sino que desde el sitio donde vivimos, ahí donde estudiamos, o trabajamos, en cualquier extremo del mundo donde nos encontramos podemos ser antorchas encendidas. Lo que hace potente nuestro ministerio es el mensaje que tenemos acompañado de la virtud. Lo que hará que impactemos en nuestro círculo inmediato de familiares y amigos es nuestra honestidad y humildad. Un pensar santo, un hablar puro y un andar sobrio, esos ingredientes combustionarán hasta hacer evidente a Jesús y glorificarán a nuestro Dios.

Pero, ¿por qué escasean los profetas? ¿Por qué se oye tan poco de antorchas humanas de bendición? ¿Será que Dios tiene reservas en dotar de poder a sus enviados? No tenemos razón alguna para pensar que Dios ha retraído su mano de gracias en este aspecto. La cuestión estriba en nosotros, en el nivel de compromiso en que vivimos con relación al Señor. No se trata de recurrir al ascetismo, o al enclaustramiento, pero sí es menester que el fruto del Espíritu esté en nosotros en abundancia, y que seamos llenos de poder de lo alto a través de una vida entregada a la oración y la Palabra.

Así dice la Escritura: “Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan” (Juan 1:6). También nosotros somos enviados como lo fue él. No tenemos un voto nazareno que respetar, ni privarnos de la santa cena, o de cortarnos el cabello, sin embargo, nos llamó el mismo Dios, padre de todos. Así que ahí, en nuestra Betábara, seamos antorchas luminiscentes. Apegados a los más altos principios del evangelio de Jesús vivamos sobria, justa y piadosamente. Esta es nuestra oportunidad, esta es la generación que nos ha tocado vivir, este es nuestro momento de ser antorchas ardientes, luces que brillen hoy para exaltación de nuestro Dios.

Autor: Osmany Cruz Ferrer

Escrito para www.devocionaldiario.com

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