La mejor lección del bautista – Osmany Cruz Ferrer
LA MEJOR LECCIÓN DEL BAUTISTA
“Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”
(Juan 3:30)
Podría parecer áspero en su mensaje, incluso cáustico. Hablaba sobre un Mesías que purificaría, sobre un hacha puesta en la raíz de los árboles que no dieran frutos, sobre paja que se quemaría en un fuego inextinguible. Ciertamente Juan no era nada querido por los romanos y no tenía intención alguna de complacer a los políticos. Llamó adúltero a Herodes sin diplomacias ni ambigüedades. Sus mensajes quizás no obedecían a principios actuales de homilética. Sus introducciones eran duras y abruptas. En el Seminario del desierto no fue enseñado a pronunciar una oratoria complaciente. Alguna de sus alocuciones contenían frases que podrían alejar a los buenos diezmadores, pero Juan no entraba en consideraciones superfluas, por eso decía lo que pensaba con autoridad profética: “¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? (Juan 3:7b). Su vestimenta era un tanto excéntrica y su dieta poco común. Hoy no estoy seguro si en muchas iglesias le dieran el púlpito para predicar un domingo. A Juan lo amabas o lo aborrecías, no podías sencillamente ignorarlo, o simpatizar con él. Pero la lección más sobresaliente de Juan no es su implacable predicación, o su intransigente posición contra la corrupción política o religiosa. La enseñanza que más sobresale en la vida toda de Juan, es su comprensión de quién es Cristo. Él nos recuerda que Jesús debe ser el protagonista de nuestras vidas y ministerios. Que existimos para que Cristo sea glorificado en nosotros, no para obsesionarnos con grandezas. “El que de arriba viene, es sobre todos […] el que viene del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31).
Juan nos alecciona dos milenios después al acto más sacrificial que podamos hacer por amor a Cristo; menguar para que Él sea Señor. En medio de un mundo obsesionado con trascender a través de la fama, la política y el dinero, es fácil confundirse con luces de neón tan seductoras. El deseo de ser grande se apodera de las multitudes como un poderoso virus para el que no parece haber cura. Estudios estadísticos han demostrado que la palabra que más se menciona por teléfono es “yo”. Ya existen agencias que alquilan paparazis para que te persigan toda la noche, y la gente a tu alrededor se emocione pensando que eres un famoso en fuga de los flash de las cámaras de las más glamurosas revistas. El mundo está obsesionado con ser reconocido, con ser poderoso. No obstante esto de la fama no parece ser de mucha ayuda. El índice de drogadicción en Hollywood nos espanta y los frecuentes suicidios de celebridades hacen que se encienda una luz roja en nuestras mentes. La infidelidad y el divorcio en los gremios más adinerados nos conducen a la conclusión de que el dinero poco tiene que aportar a la felicidad conyugal.
Lo peor de todo es que esta enfermedad también ha invadido los predios sacros. Tenemos demasiados cristianos obsesionados con sus currículos académicos. Oradores que disfrutan escuchándose y no pueden parar de hablar de sí mismos, de sus contribuciones a la obra de Dios y de la utilidad de sus ministerios. Hay un desproporcional deseo en aparecer en todas partes, en estar en todos los comités, salir en todas las fotografías de los más espectaculares eventos. Todo esto lleva a un activismo que nos priva de una saludable devoción, y de cosas más esenciales como edificar nuestra familia, pero nos da una falsa ilusión de bienestar y grandeza ministerial que nos hechiza. ¿Será que Dios quiere que vivamos así? ¿Será que hacemos estas cosas solo por el Señor?
Se puede perder la cabeza tratando de ser grandes, porque Dios nos diseñó en verdad para ser útiles, para ser vasijas contenedoras del tesoro del Evangelio. No somos protagonistas del reino de Dios, somos súbditos, servidores por amor, solo el Rey Jesús debe tener todo el crédito y la gloria. Si ese no es nuestro más hondo deseo, corremos el riesgo de sumarnos a la farándula evangélica y actuar como los que buscan lo suyo y no lo que es de Cristo
Me preocupa ser víctima de mi viejo hombre que me asecha permanentemente. Tengo que ser vigilante si deseo evitar contaminarme con la adoración al dios popularidad. Debo recordar cada día que Cristo es sobre todos (Juan 3:31). Él debe ser visible en nuestro andar y trascender por encima de nuestro servicio. Debo hacer todos los arreglos que me hagan menguar para que el Señor sea relevante. Necesito el fruto del Espíritu para contrarrestar el ponzoñoso veneno de la mundanalidad y el pecado.
Vivamos con la mirada en la eternidad y no en lo banal y perecedero. Alejémonos de todo lo que pueda contaminar nuestro abnegado compromiso y nuestro leal servicio al Señor. Rechacemos el espíritu del mundo donde todos quieren ser los primeros y adoptemos la sensibilidad del siervo que solo le preocupa que su Señor esté servido. Los ojos de todos deben ver a Jesús en nosotros y no debemos nunca procurar nuestra propia gloria. Toda conducta distinta a esta es execrable para un heraldo del Rey y Dios no dará por inocente a aquellos que quieran robar Su honra. Mengüemos y sea la oración del salmista la nuestra: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Salmos 115:1). ¡Amén!
por Osmany Cruz Ferrer
Escrito para www.devocionaldiario.com