Hermano Pablo – El Dedo Acusador de la Esposa
EL DEDO ACUSADOR DE LA ESPOSA
por el Hermano Pablo
Larga fue la noche para Marjorie Vergara, una noche que duró seis meses para ella. Un golpe en la cabeza la había dejado en estado de coma. Se hundió su mente en las sombras; desapareció su conciencia de la vida; solamente la vida vegetativa animaba su cuerpo casi exánime.
Su esposo, Ismael Vergara, estuvo al lado de ella cada día. Largas horas pasó el hombre velando a la cabecera de la enferma. Esperaba su muerte en cualquier momento. Pero a los seis meses Marjorie recobró la conciencia, y se sentó en la cama del hospital. Levantando un dedo acusador, apuntó a su esposo. «Él fue -dijo con toda firmeza-; él fue el que me golpeó.» Su propia esposa, después de seis meses de estar en coma, lo acusaba de intención de homicidio.
Hay una ley inflexible e inviolable. Es la ley de la siembra y la cosecha. La divina sabiduría la declara de esta manera: «No se engañen: de Dios nadie se burla. Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7). Se confirma esta ley a lo largo de todo el Libro sagrado. El profeta Oseas proclama: «Sembraron vientos y cosecharán tempestades. El tallo no tiene espiga y no producirá harina; si acaso llegara a producirla, se la tragarían los extranjeros» (Oseas 8:7).
Era imposible que Ismael Vergara no viera el producto de su semilla malvada. De alguna manera tenía que cosecharla. Ahora a Vergara le tocaría pasar algunos años tras las rejas, durante los cuales se esperaba que comprendiera la realidad de su crimen y de las leyes eternas de Dios.
Cuidemos con esmero, seriedad y delicadeza todo lo que sembramos: nuestras palabras, nuestras actitudes, nuestra conducta, nuestros hechos. Todo eso es semilla que irremisiblemente volverá con creces a nosotros. ¿Cómo podemos sembrar siempre la buena semilla? Teniendo un corazón que sólo piensa en lo bueno. ¿Y cómo podemos controlar la ira, el resentimiento y la venganza que dominan el corazón? Teniendo un cambio de corazón. ¿Y cómo podemos cambiar nuestro corazón? Nosotros mismos no podemos. Solamente la regeneración espiritual que efectúa Jesucristo opera el cambio. Entreguemos nuestro corazón a Cristo.