Carlos Rey – Murió en mi lugar
MURIÓ «EN MI LUGAR»
por Carlos Rey
«Enrique velaba en su capilla, abatido y lleno de terror. Tenía la fiebre que acomete a los reos de muerte cuando no tienen la fortuna de contar con un corazón templado y un alma estoica….
»Sin creencias de ninguna especie, carecía… de la energía que da la justicia de una causa…. Él no había tenido más que ambición, y la ambición… cuando está sola no sirve de nada en los negros momentos de la adversidad, y mucho menos en presencia de la muerte.
»Enrique estaba desfallecido…. La convicción que tenía… de ser culpable, y la consideración de que ante todo el mundo su delincuencia estaba probada, era bastante para quitarle su vigor. Además, un hombre que ha hecho en el mundo numerosas víctimas y que no ha vivido sino para gozar, no llevando en su memoria ese tesoro de consuelo de las buenas acciones… no ve acercarse el fin de sus días sin estremecerse y sin abatirse.
»Enrique, pues, tenía miedo…. Tenía los cabellos erizados y los ojos fuera de las órbitas….
»De repente… el centinela de vista [abrió la puerta].
»Era Fernando Valle.
»Enrique se levantó azorado.
»—¿Qué desea usted aquí, Fernando? —preguntó tartamudeando….
»—Vengo a salvar a usted.
»—¡A salvarme! ¿Cómo?
»—… Si usted no hubiese traicionado, es seguro que yo no habría tenido motivo para acusarlo; de modo que la traición de usted es la verdadera causa de que se halle así, próximo a ser ejecutado…. Pero, en fin —continuó Fernando—, yo lo acusé; y la causa indirecta de su condenación soy yo…. La muerte de usted emponzoñaría con su recuerdo mi vida entera. Quiero ahorrarme esta pena y, además, hay una mujer que moriría si lo fusilasen a usted. Quiero que viva y que sea feliz; ella lo ama, y a su amor deberá usted su salvación. He aquí lo que vengo a proponerle: Usted se vestirá en este momento mi uniforme, se ceñirá mi espada y mis pistolas…, se echará… el capuchón sobre la cabeza, y nadie podrá reconocerlo….
»Enrique quedó estupefacto… No podía creer aquello….
»—Pero usted, ¿qué hará?
»—Eso no es cuenta de usted, caballero; yo sabré arreglarme.
»—Es que [pudieran] fusilarlo a usted en mi lugar…. ¡Fernando…, es usted mi salvador!
»Luego que Enrique estuvo listo, Fernando le hizo señas de que saliese….
»—¡Adiós! —dijo a Valle.
»—¡Adiós! —respondió éste sin volver la cara….
»Fernando respiró como si algún enorme peso acabase de quitársele del corazón…. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, y murmuró con voz ronca:
»—¡No creía yo que había de morir así!1
Así como Fernando Valle, en efecto, fue fusilado en lugar de su amigo Enrique Flores al final de la clásica novela Clemencia, escrita por el ilustre autor mexicano Ignacio Manuel Altamirano en el siglo diecinueve, también nuestro Señor Jesucristo, en el primer siglo de la era cristiana, fue crucificado en lugar de cada uno de nosotros, a quienes considera sus amigos. «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos»,2 dijo Cristo antes de dar su vida voluntariamente por nosotros. Y así como Fernando, que era inocente, murió por Enrique, que era culpable, también Cristo, el único que jamás pecó,3 murió por nosotros «cuando todavía éramos pecadores»,4 como dice San Pablo, «el justo por los injustos»,5 como dice San Pedro. Correspondamos cuanto antes a ese amor, al que debemos nuestra salvación eterna.
———————————————————
1 Ignacio Manuel Altamirano, Clemencia (Bogotá, Editorial Norma, 1990), pp. 175?179.
2 Jn 15:13
3 1P 2:22
4 Ro 5:6?8
5 1P 3:18