Del debate al dialogo – Joan Ball
Tienda un puente en la comunicación espiritual
por Joan Ball
Cuando conocí a Martin, el hombre que después se convertiría en mi esposo, yo era una acérrima atea y él un cristiano consagrado.
Había dejado mi ciudad diez años antes con bombos y platillos: después de haber sido jugadora de un equipo universitario, presidenta de la clase, reina de la promoción, del estudiante galardonada, me había ido a estudiar ingeniería en la Fuerza Aérea. Volví cuando me acercaba a los treinta años de edad como madre sola con dos hijos; trabajaba como mesera para llegar a fin de mes, y me torturaba pensando en la manera como había dilapidado lo que parecía ser un futuro increíblemente brillante.
Mis niños habían llegado a la etapa del inevitable “¿por qué?” “¿Por qué el cielo es azul?” “¿Por qué llueve?” “¿Por qué no vamos a la iglesia?” Yo tenía algunas impresionantes respuestas científicas en cuanto a las preguntas del color azul del cielo y de la lluvia, pero ninguna en cuanto a la iglesia. Ésa era un poco más complicada.
Había hecho una investigación espiritual algo profunda en mis años de juventud, y había salido vacía de la misma. Cuando los niños comenzaron a hacer preguntas, me vi obligada a examinar mis creencias a través de un lente diferente –el de una madre responsable de guiar a sus hijos, en vez de ser responsable sólo de sí misma. Yo había hecho mi decisión personal en cuanto a la fe: era una atea y me sentía cómoda con eso. Pero, no estaba lo suficientemente cómoda para enseñar lo mismo a mis hijos.
Renunciar a la necesidad de ganar
A medida que las preguntas de los niños se hacían más frecuentes y más específicas, Martin y yo pasábamos horas discutiendo sobre Dios y la fe en la mesa de mi cocina. La única razón por la que podía llamar “discusiones” a estas conversaciones, es porque, cuando estaba desesperada por debatir los puntos más difíciles de comprender, como el porqué era absolutamente imposible que el arca de Noé contuviera a un animal de cada especie, Martin se negaba a discutirlo. No porque tuviera vergüenza de compartir lo que creía, sino porque su objetivo era compartir sus convicciones, y escuchar las mías sin preocuparse por el resultado.
Yo era una de esas personas a las que les gusta tener un buen debate. Para mí era apasionante encontrar a una persona con quien debatir acerca de economía, política o religión. En aquel tiempo, debatir sobre religión era como correr un maratón. Discutir para tratar de llegar a un acuerdo no era una opción para mí. Yo necesitaba demostrar que tenía razón. En vez de escuchar, defendía mi posición, pero, ya que parte de mí no lo sabía todo, no estaba segura de si debía enseñar a mis hijos lo que yo creía.
Aun así, venía a la mesa con opiniones muy fuertes. Yo había decidido que no había ningún lugar para Dios en mi vida. Pero no me limitaba sólo a compartir estos pensamientos con Martin, sino que insistía en imponérselos. En vez de concentrarme en lo que yo creía, y por qué lo creía, me sentía obligada a echar por tierra su religión, convencida de que mi inteligencia podría convencerlo fácilmente.
Aunque supongo que yo estaba, en cierto grado, tratando de convencerlo de la “verdad”, al final mi motivación principal era ganar. ¿Le suena esto familiar? Este tipo de comunicación, de querer tener la razón a toda costa, se ve cada día en los programas de entrevistas, en los campus universitarios y en las salas de conversación de Internet.
Martin me escuchaba con paciencia. Incluso reconocía que la lógica del arca de Noé estaba más allá de su comprensión, pero se sentía perfectamente cómodo a pesar de no tener todas las respuestas.
Me gustaría poder decir que mi tendencia a debatir se suavizó milagrosamente desde el momento en que me convertí en cristiana, pero, lamentablemente, los viejos hábitos son difíciles de cambiar. Sin embargo, entendía que, como seguidora de Cristo, había recibido un llamado a tener un modelo de vida en el que amar a las personas era más importante que darse el lujo de tener la razón. Necesitaba aprender a no tener una actitud de confrontación.
El peligro del fariseísmo
Hay una buena razón por la que la religión tiene un lugar especial al comienzo de la lista de temas que hay que evitar en una cena. Las personas de todos los credos tienden a tener sentimientos fuertes en cuanto a su fe, y estos sentimientos fuertes están acompañados de apasionamiento.
Nuestra fe constituye el fundamento de lo que somos, y nos dice cómo interactuar con los demás. Ya sea que nos identifiquemos como cristianos, judíos, musulmanes, budistas, hindúes, o como místicos de la Nueva Era, nuestras creencias espirituales influyen directamente en nuestra cosmovisión y en las interacciones que tenemos día tras día con las personas que nos rodean. Los ateos y los agnósticos no están exentos de este principio. Cuestionar la existencia de Dios o decidir no creer en Él, tiene tanto impacto en la interacción de la persona con sus amigos, familiares y otras personas, como la tiene la fe en Jesús para el creyente más devoto. No es de extrañar, pues, que la gente de ambos lados de una conversación en cuanto a la fe le den tanta importancia a tener la razón.
“¿Por qué, entonces, no defender nuestras creencias?”, preguntamos. “Si aun Jesús alertó en contra de tener una posición tibia en asuntos de fe, ¿qué hay de malo en salir en defensa del Señor?”
Absolutamente nada. Pero salir en defensa y exigir son dos cosas diferentes. Por ejemplo, hay diversas maneras de expresar mis convicciones y lo que Dios ha hecho en mi vida. Cuando lo hago de un modo impulsado por el amor y la compasión hacia quienes no comparten mis creencias, estoy saliendo en defensa. Teniendo la confianza de que es el Espíritu Santo –no yo– quien tiene el poder de cambiar los corazones, puedo hacer preguntas interesantes con el deseo de comprender verdaderamente a las personas, en vez de acorralarlas.
Por el contrario, cuando exijo que las personas piensen como yo, cuando critico sus creencias y condeno su comportamiento sin comprenderlas, estoy haciendo un peligroso cambio, de la justicia al fariseísmo. Aquí está la diferencia entre ambas: el Diccionario Merriam-Webster define a la “justicia” como el actuar de acuerdo con la ley divina o moral, mientras que fariseísmo es estar convencido de la propia justicia, especialmente en contraste con las acciones y las creencias de los demás.
En nuestra naturaleza imperfecta, esperamos mucho más de las personas que nos rodean, de lo que esperamos de nosotros mismos. Nos enojamos cuando otros conductores se nos atraviesan en la vía o cuando nos suenan sus bocinas, pero nosotros hacemos lo mismo con ellos. Es mucho más fácil para nosotros concentrarnos en lo que los demás están haciendo, que asumir la responsabilidad por nuestras faltas. Levantamos las defensas, y nuestro bienintencionado intento de compartir nuestra fe fracasa y termina convirtiéndose en una barrera antes que en un puente.
La búsqueda de un terreno común
Una de las cosas más interesantes que he aprendido desde que creí en Cristo, es lo poco que la mayoría de los creyentes saben acerca de los no creyentes, y viceversa. Yo pensaba, por supuesto, que lo sabía todo sobre los cristianos antes de convertirme en uno de ellos. Había leído algunas cosas de la Biblia, escuchado a unos cuantos cristianos en la radio, visto a predicadores en la televisión y tratado a algunos cristianos en mi trabajo y en mi familia. Pensaba que sabía muy bien quiénes eran.
Ahora que soy una de “esas personas”, encuentro que muchos cristianos tienen las mismas suposiciones, al creer que saben lo que hay en la cabeza de los “no creyentes”. Pero, de alguna manera, ambos lados se sienten incomprendidos y tergiversados. Ambos lados se sienten estereotipados y atacados por el otro. Aquí hay una desconexión que necesita ser tratada.
Encontrar un terreno común en cuestiones de fe, es particularmente difícil para los cristianos. La creencia de que hay un solo camino al Padre –por medio de Su Hijo Jesucristo– nos separa inmediatamente de los demás y sienta las bases para un acalorado debate en vez de un diálogo amoroso.
Creo que Jesús es el camino, y la verdad, y la vida. No puedo retirarme de esa posición sin diluir mi fe y sin hacerla irreconocible. Dicho esto, reconozco como la atea que fui, que mi camino hacia Jesús fue tortuoso y que Dios había estado trabajando en mi vida mucho antes de que yo lo supiera. Esto hace que me sea imposible juzgar a las personas que están en un camino diferente. No porque yo vacile en mi creencia de que Jesús sea el camino, sino porque sé que, si bien hay un solo camino al Padre, hay innumerables maneras en que una persona puede llegar a conocer al Hijo, en el tiempo de Dios y a la manera de Dios.
De haberse acercado Martin a la mesa tratando de imponerme sus puntos de vista, me habría dado la oportunidad para encender el fuego del debate, que era lo que yo esperaba. Pero en vez de morder el anzuelo, se mantuvo firme en sus creencias sin la necesidad de dar respuesta a todo. Dejó muchas de mis preguntas sin respuesta. Con humildad genuina dirigía más bien mi atención a la inmensidad de Dios. En esencia, estuvo dispuesto a “menguar” para que la gloria de Cristo “creciera” (Juan 3:30).
Cuando estamos dispuestos a someter sin miedo nuestras personas y nuestras conversaciones de fe a Dios, invitamos Su presencia al centro de las mismas. Y eso es lo que hará toda la diferencia.
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