La fascinación por agradar a todos – Osmany Cruz Ferrer
LA FASCINACIÓN POR AGRADAR A TODOS
“Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo”
(Gálatas 1:10)
Como cualquier ser humano me muevo en varios ámbitos que atrapan mi atención y etiquetan mis horarios. Soy pastor de una congregación, imparto conferencias, enseño en una facultad de teología y me encanta escribir. Intentó desarrollar cada área con meticulosa diligencia. Me esfuerzo por darle tiempo y calidad a cada empresa que tengo por delante. Hubo un tiempo, en mi temprana juventud, cuando creí que aquello que quería hacer sería útil y provechoso para todas las personas. ¡Cuánta inocencia, cuánta candidez! Llegaría un poco más tarde a la conclusión de que aún las obras filantrópicas más significativas pueden ser interpretadas de las más disímiles maneras. Entendí que no importa lo que hagas, siempre tendrás, al menos, dos públicos: los que aprecian lo que haces y los que incomprenden tu trabajo, o tus motivos, o ambos, inclusive.
En trece años en el pastoreado he disfrutado de la más placentera calidez humana, de la gratitud más sincera y de las muestras de aprecio más profundas. Tengo, sin embargo, otras experiencias relacionadas con este noble ministerio, menos felices, para decirlo eufemísticamente. Lo mismo me ocurre con la página impresa. Es complicado escribir y salir ileso. Lo que escribes agrada a unos y desagrada a otros. La escritura te regala simpatizantes y oponentes, aunque no siempre en la misma proporción. El patrón se repite en el magisterio y la oratoria. Cada servicio está aderezado con una salsa que a veces me resulta dulce y a veces me resulta amarga.
A menudo aparece la tendencia de hacer fácil la andadura, adecuando el paso a la opinión de los demás. Pero es un espejismo, justo cuando lo haces, te das cuenta que todo es una ilusión. Nunca es suficiente, nunca haces exactamente lo que se esperaba. Todo se convierte en un sinsentido. Desde la imperfección propia, uno logra atisbar, que hay personas que pueden ser muy duras sin esfuerzo alguno. La intolerancia, el enojo, la apatía, tienen espadachines gratuitos que esgrimen sus floretes punzantes sin la más mínima muestra de culpa o remordimiento. Así de cruel puede ser otro ser humano.
Una persona con una convicción honesta debe escuchar la crítica, pero no caer bajo su poder. Puede aprender de ella, pero no detenerse a causa de la misma. Un cristiano con un propósito debe aferrarse al mismo, como lo hace un pitbull a su hueso. No puede ser disuadido una vez que sabe lo que tiene que hacer. Un hombre de Dios nunca será un adulador, jamás caerá en el error de agradar a los demás por encima de su conciencia. Su propósito no es complacer a todo el mundo, sino a quien le llamó y le colocó en el ministerio, Dios. Quien no haga esto es un miserable, un esclavo de los hombres, un mercenario de las emociones.
Agradar a otros puede parecer el camino más corto al triunfo, pero matemáticamente está demostrado que el camino más largo de un punto a otro es tomar un atajo. La ambigua y perjudicial fascinación por agradar a todos debe quedar fuera de nuestras actitudes. Tal comportamiento debe ser rechazado en forma inmediata y no debe dársele la menor oportunidad siquiera en nuestros pensamientos.
Al intentar agradar a todos transgredimos la fidelidad que nos debemos a nosotros mismos. Un hombre cambiante no es honorable, y ha de temérsele más que a un impetuoso tornado. Nuestras convicciones no pueden ser canjeadas por la de las mayorías. Si no somos aceptados por cómo pensamos, por defender aquello que creemos, es comprensible. No se puede complacer a todos y es tonto creer que lo que decimos o hacemos es tan genial y tan bien presentado, que todos han de comprendernos.
Desde nuestra falibilidad sigamos los principios de Dios con sincera determinación. Desde nuestra finitud vivamos con convicciones que sean inamovibles. Desde nuestro precario conocimiento, no cambiemos la verdad que hemos recibido y que quizá no comprendamos por completo hasta más adelante. No hay que agradar a todos, la sola propuesta es quimérica, absurda. Redoblemos esfuerzos en vivir dignamente, a la altura de los más encumbrados principios del evangelio. Esa sí es una meta encomiable.
Autor: Osmany Cruz Ferrer
Escrito para www.devocionaldiario.com
Amén, amén. que bendición de devocional
Me ha gustado mucho y estoy plenamente de acuerdo. Un@ debe ser auténtic@, conocerse bien, amarse (ni creerse más ni creerse menos),aceptarse e intentar mejorar cada dia en lo posible (nada ni nadie es perfec@), respetar a l@s demás. Jamás dejar de ser un@ mism@ para ser aceptad@ y reconocid@ por l@s demás, porque entonces, se vive una vida ficticia, una pantomima, una vida irreal y al final todo ello te hace infeliz, porque no hay coherencia en tu vida, entre quien eres realmente y el personaje imaginario que muestras al mundo escondiendo tu verdadero YO. Es absurdo pretender caer bien a todo el mundo, pues somos únic@s, diferentes e irrepetibles, nadie tiene la razón ni verdad absolutas, cada cual es como es, y vivir pretendiendo agradar siempre a l@s demás causa un vacío e infelicidad, además, por muy buena voluntad que se tenga, siempre habrá alguien que te critique o discrepe contigo. Lo mejor es ser auténtic@, estar en paz contigo mism@ y con tu conciencia. Lo demás ya no es tu problema, para gustos los colores. Gracias por tan buen artículo y haberlo expresado tan bien.